La balanza de las ilusiones
La mujer de la balanza que pesaba las ilusiones trabajaba durante los ocasos en las cumbres de los picos azules.
El ensamblador de mecanos era un muchacho sumido en sueños no colmados. Un día, éste decidió subir a las colinas de los picos azules a pesar sus ilusiones. Y así lo hizo, emprendiendo el duro camino empinado. Y cuando por fin llegó a la cima, en el ocaso del día, allí encontró a la mujer de la balanza, invitándole a que le ofreciera las ilusiones que deseaba pesar. Mas viendo el muchacho a la mujer, desprendiose de todos los sueños acarreados pues fueron sustituidos por uno sólo. Y no tuvo más sueño que permanecer junto a aquella mujer aunque sólo fuera por una noche. Mas la mujer de la balanza estaba allí para pesar ilusiones y no podía eludir su responsabilidad. Al muchacho no importábale que ella estuviera atareada y la esperaba pacientemente, pues ya su único anhelo era gozar de su compañía. La mujer de la balanza llegó a tomar aprecio por el ensamblador de mecanos. Este esperaba todos los ocasos pacientemente a que la mujer de la balanza pesara todas las ilusiones que le eran entregadas y gozaba de cada segundo que ella podía darle cuando sus quehaceres se lo permitían. Mas éstos eran escasos y, poco a poco, el muchacho desesperaba. Ella observaba al muchacho esperándola y llegó a tomarle aprecio, mas no sabía como decirle que sus tareas no le permitirían jamás colmar sus deseos, pues aunque ella no era capaz de adivinar el futuro, hubo un día en el que, habiéndose quedado dormido su apreciado ensamblador de mecanos, tomó con cuidado su única ilusión para poderla pesar en la balanza. Y, sabiendo que ésta jamás miente, diose cuenta de que su amigo nunca conseguiría su único sueño. Mas la mujer de la balanza no dijo nada al muchacho, pues pensaba que éste terminaría cansándose ya que a muchos antes les había pasado lo mismo, y a muchos después les ocurriría igual. Pero el ensamblador de mecanos no era igual que ellos y no parecía desistir, aunque sí comenzaba a cansarse de que sus sueños nunca fueran atendidos. Y así pasaron los meses, incluso los años; con el ensamblador de mecanos visitando, todos los ocasos, a la mujer que pesaba ilusiones, y ésta intentando ocuparse de el mientras sus obligaciones se lo permitían. Mas el muchacho que ensamblaba mecanos comenzó a pensar que su sueño nunca llegaría a cumplirse y su humor volviose cambiante. Y había días que era huraño con la mujer de la balanza de ilusiones, y otros días paciente y comprensivo. Mas el muchacho dábase cuenta de estos cambios de humor que en él se producían y comenzó a elucubrar una decisión que no era de su agrado, pero que veía como única salida. Y preguntó a la mujer causante de su único sueño, explicándole que probablemente no subiría más ocasos a la cima de las montañas azules, y ella se entristeció pues apreciaba al muchacho, mas no podía hacer nada al respecto a causa de sus deberes. Y llegó el día en que el ensamblador de mecanos decidió que sería su último día, y así se lo comunicó a la mujer de la balanza de ilusiones. Y los dos se dijeron un hasta pronto, pues ninguno quería que fuera un adiós. Y los dos apetecían de besarse como despedida, mas la mujer no podía abandonar la balanza para ir donde el muchacho permanecía observándola.
La mujer de la balanza de ilusiones pensó que debería pesar junto al ensamblador de mecanos su ilusión juntos, así lo hizo, le cogió su mano aferrándosela con fuerza y los dos miraron al interior de la balanza, al principio se veía una espiral de aceite, pero pronto aparecieron imágenes que al ensamblador de mecanos le sorprendieron gratamente estaba la cucaracha de Kafka intentando abrir la puerta y Alicia, la del país de las maravillas le ayudo a abrirla, no sin apartar de su paso a las lagartijas de Alfanhui que entorpecían su camino, y entraron en el mundo de Momo, donde los fumadores de tiempo habían sido exterminados y bailaban felices las longanizas de Gargantua y Pantagruel mientras el perro de Pascual Duarte, que estaba vivo, las perseguía.
Se miraron, sonrieron, y unieron sus labios en un cálido beso, habían visto su verdadero sueño juntos.
La mujer de la balanza de ilusiones siguió pesando, y espero al próximo ocaso con la esperanza de que el ensamblador de mecanos le dejara ver sus sueños cogidos de la mano.
El ensamblador de mecanos era un muchacho sumido en sueños no colmados. Un día, éste decidió subir a las colinas de los picos azules a pesar sus ilusiones. Y así lo hizo, emprendiendo el duro camino empinado. Y cuando por fin llegó a la cima, en el ocaso del día, allí encontró a la mujer de la balanza, invitándole a que le ofreciera las ilusiones que deseaba pesar. Mas viendo el muchacho a la mujer, desprendiose de todos los sueños acarreados pues fueron sustituidos por uno sólo. Y no tuvo más sueño que permanecer junto a aquella mujer aunque sólo fuera por una noche. Mas la mujer de la balanza estaba allí para pesar ilusiones y no podía eludir su responsabilidad. Al muchacho no importábale que ella estuviera atareada y la esperaba pacientemente, pues ya su único anhelo era gozar de su compañía. La mujer de la balanza llegó a tomar aprecio por el ensamblador de mecanos. Este esperaba todos los ocasos pacientemente a que la mujer de la balanza pesara todas las ilusiones que le eran entregadas y gozaba de cada segundo que ella podía darle cuando sus quehaceres se lo permitían. Mas éstos eran escasos y, poco a poco, el muchacho desesperaba. Ella observaba al muchacho esperándola y llegó a tomarle aprecio, mas no sabía como decirle que sus tareas no le permitirían jamás colmar sus deseos, pues aunque ella no era capaz de adivinar el futuro, hubo un día en el que, habiéndose quedado dormido su apreciado ensamblador de mecanos, tomó con cuidado su única ilusión para poderla pesar en la balanza. Y, sabiendo que ésta jamás miente, diose cuenta de que su amigo nunca conseguiría su único sueño. Mas la mujer de la balanza no dijo nada al muchacho, pues pensaba que éste terminaría cansándose ya que a muchos antes les había pasado lo mismo, y a muchos después les ocurriría igual. Pero el ensamblador de mecanos no era igual que ellos y no parecía desistir, aunque sí comenzaba a cansarse de que sus sueños nunca fueran atendidos. Y así pasaron los meses, incluso los años; con el ensamblador de mecanos visitando, todos los ocasos, a la mujer que pesaba ilusiones, y ésta intentando ocuparse de el mientras sus obligaciones se lo permitían. Mas el muchacho que ensamblaba mecanos comenzó a pensar que su sueño nunca llegaría a cumplirse y su humor volviose cambiante. Y había días que era huraño con la mujer de la balanza de ilusiones, y otros días paciente y comprensivo. Mas el muchacho dábase cuenta de estos cambios de humor que en él se producían y comenzó a elucubrar una decisión que no era de su agrado, pero que veía como única salida. Y preguntó a la mujer causante de su único sueño, explicándole que probablemente no subiría más ocasos a la cima de las montañas azules, y ella se entristeció pues apreciaba al muchacho, mas no podía hacer nada al respecto a causa de sus deberes. Y llegó el día en que el ensamblador de mecanos decidió que sería su último día, y así se lo comunicó a la mujer de la balanza de ilusiones. Y los dos se dijeron un hasta pronto, pues ninguno quería que fuera un adiós. Y los dos apetecían de besarse como despedida, mas la mujer no podía abandonar la balanza para ir donde el muchacho permanecía observándola.
La mujer de la balanza de ilusiones pensó que debería pesar junto al ensamblador de mecanos su ilusión juntos, así lo hizo, le cogió su mano aferrándosela con fuerza y los dos miraron al interior de la balanza, al principio se veía una espiral de aceite, pero pronto aparecieron imágenes que al ensamblador de mecanos le sorprendieron gratamente estaba la cucaracha de Kafka intentando abrir la puerta y Alicia, la del país de las maravillas le ayudo a abrirla, no sin apartar de su paso a las lagartijas de Alfanhui que entorpecían su camino, y entraron en el mundo de Momo, donde los fumadores de tiempo habían sido exterminados y bailaban felices las longanizas de Gargantua y Pantagruel mientras el perro de Pascual Duarte, que estaba vivo, las perseguía.
Se miraron, sonrieron, y unieron sus labios en un cálido beso, habían visto su verdadero sueño juntos.
La mujer de la balanza de ilusiones siguió pesando, y espero al próximo ocaso con la esperanza de que el ensamblador de mecanos le dejara ver sus sueños cogidos de la mano.
5 comentarios
Pakito -
Pero el cuento está muy bien.
Lo que me parece una idea excelente es esta sección de textos anónimos. No sé si la idea corresponde al autor de este texto... a quien sea, le felicito.
Anónimo -
Una admiradora de Jeunet -
Me ha gustado mucho, es preciosa, aunque encuentro algunos tramos un tanto liosos, en los que divagas un poco.
Observo escondida, y descubro anhelos y desencuentros, así como revelaciones entre tus líneas.
¡Qué bonita!
Ya te comprendo un poco, Sr Anónimo.
anónima -
Espuma -
¿anónimo?
bueno, saludos, anónimo.